Sostener que la dictadura cívico militar que tomó el poder el 24 de marzo de 1976 fue apoyada completamente por el gobierno de los Estados Unidos y, por ende, responsabilizar a ese país de lo acontecido en aquellos años sin miras de desgranar en un análisis fino y profundo cómo se fueron dando los procesos, es, por lo menos, sinónimo de simplismo. Pese a que efectivamente la dictadura fue apoyada en un inicio por aquel país, no podemos dejar de aclarar que en ese momento el presidente era Gerald Ford y su secretario de Estado, Henry Kissinger, cuyas filosofías fueron radicalmente distintas de las de Jimmy Carter y Patricia Derian, secretaria de Derechos Humanos estadounidense y quien se presentó ante Emilio Massera en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), especulando con la posible tortura mientras mantenían el encuentro.
En las relaciones donde sí debería profundizarse, es en las que la dictadura mantuvo con el bloque soviético, particularmente con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y Cuba. Representativo del apoyo que los militares argentinos recogieron de la URSS es que durante el bloqueo que se dispusiera sobre estos con motivo de la guerra en Afganistán, el único país que siguió comerciando con normalidad con los soviéticos fue Argentina. Cuba, por su lado, mantuvo vínculos diplomáticos cargados de intereses en común. Primeramente, es suspicaz que jamás se haya referido a la dictadura argentina como tal. En segundo término, Castro solicitó el apoyo de la cancillería argentina para obtener un lugar en el Consejo Ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) a cambio de apoyar la postulación argentina en el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ECOSOC). En tercer lugar, Argentina y Cuba hicieron causa común frente a las denuncias que la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) recibía en su seno para evitar que se debatiesen sanciones a los regímenes.
Si bien discutir el rol de los Estados Unidos y el bloque soviético genera polémicas, lo que aun constituye un tabú es el papel de la propia sociedad argentina frente a la dictadura. El camino pacífico y democrático era relativizado hacía décadas. El fascismo y el declive de las democracias liberales de los años 30 seguían haciendo estragos en la cultura política de los grandes partidos, donde el peronismo, pese a estar proscripto entre 1955 y 1973, había sido fuertemente autoritario entre 1946 y 1955; y el radicalismo, con Arturo Frondizi y Arturo Illia, avalaban, pese a la práctica política, carecían de legitimidad de origen, pues difícilmente habrían sido electos en comicios libres. La revolución cubana de 1959 y los intentos de exportar dichos lineamientos a otras latitudes, afectaron muy especialmente a la Argentina, que sufrió entre los 60 y 70 el acoso y la violencia de bandas armadas de una izquierda peronista que poco creía en las libertades y las elecciones. A ellas se enfrentaban bandas armas de una derecha peronista comandada por José López Rega, quien promovió la Alianza Anticomunista Argentina – conocida como Triple A-, abundando métodos más parecidos al de una guerra sin reglas ni límites. En el medio, más que probablemente, habría un ochenta por ciento de argentinos que seguían siendo espectadores de un escenario sangriento. El sinceramiento, con los errores, con las virtudes – que de hecho también las hubieron pero no son reconocidas hacia quienes las tuvieron-, las dificultades propias de un sistema político que recurrió a los cuarteles porque carecía de convicciones firmes hacia la Constitución Nacional de 1853/60; constituyen desafíos de una sociedad que para dar el siguiente paso en este proceso de convivencia democrática necesita reformular y rever sí o sí. De lo contrario, las heridas no terminarán de cicatrizar.