Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.
Groucho Marx
Por Pablo Sulima* Nadie puede sostener seriamente que el presidente Alberto Fernández sea un hombre de palabra. No hay más que revisar cualquier archivo de 2009 a 2017 para encontrarlo echando pestes sobre la gestión de Cristina Fernández. Recordemos, por ejemplo, que juzgó su segunda presidencia como “deplorable”. Antes, fue funcionario de Raúl Alfonsín y de Eduardo Duhalde y, aún en el año 2000, fue electo como legislador de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de la mano del mismísimo ex ministro de Economía, Domingo Cavallo.
A todavía menos de un año de su asunción como primer mandatario, quedan sumamente avejentadas sus declaraciones en campaña electoral sobre el otorgamiento de aumentos sustanciales de jubilaciones y salarios al momento de asumir o su insistencia en el respeto de la independencia del Poder Judicial y su énfasis en no introducir reformas en ese Poder.
También en el plano económico las idas y venidas han sido frecuentes. Supo decir, en plena negociación por la deuda que "contar nuestro plan económico sería mostrar las cartas" (20 de febrero, en el Instituto de Estudios Políticos de París); mientras que unos meses más tarde le confesó en una entrevista al Financial Times que, “francamente, no creo en los planes económicos” (19 de julio). Por supuesto, en el medio estuvieron las idas y vueltas con la expropiación de Vicentín o el elogio público a Juan Grabois luego de un intento de usurpación de un campo en Entre Ríos, aunque en las últimas semanas ese tipo de gestos han ido desapareciendo de la agenda política, curiosamente coincidiendo con algunas decisiones políticas tendientes a complacer al Fondo Monetario Internacional, a fin que éste contribuya con dólares frescos a frenar la caída de reservas del Banco Central, pero contrarias a la retórica de su coalición, al punto que los senadores del propio Frente de Todos publicaron una carta con fuertes críticas al msimo organismo al que acuden a pedir financiamiento…
Por supuesto, todo ello se da en un contexto altamente inflacionario (que, demás está decirlo, golpea mucho más fuertemente en los sectores de bajos recursos), de éxodo de empresas ante la falta de política económica consistente y de seguridad jurídica, de aumento de la ya asfixiante presión impositiva y de una fuerte caída de la actividad económica (también una de las peores en todo el mundo), fruto de una interminable cuarentena que, sin embargo, no evitó que Argentina quedara posicionada como uno de los países con más enfermos y muertos por covid-19.
En ese sentido, y de forma también desafortunada, las decisiones referidas al manejo de la pandemia también tuvieron sus abruptos vaivenes. De menospreciar al coronavirus en los dos primeros meses, sin medidas relevantes (recordemos que el único requisito que se pidió para ingresar al país era completar una declaración jurada), se pasó a una cuarentena masiva, con fuertes restricciones a derechos individuales que provocaron situaciones que van en contra no sólo de principios explícitamente reconocidos por nuestra Constitución Nacional, sino también de todo respeto por la dignidad humana. En estos días, esto ha quedado en evidencia con la situación vivida por Abigail en Santiago del Estero, aunque quizás los casos más emblemáticos sean el de la muerte de un hombre que quiso regresar cruzando el río a Formosa y el de la desaparición y muerte de Facundo Astudillo Castro. El mismo gobierno que se jacta de tener el monopolio de la defensa de los derechos humanos es el que culpó a los runners en su momento de ser propagadores de la enfermedad. El mismo gobierno cuyo presidente ha reiterado públicamente su exigencia de evitar reuniones sociales, pero que las ha llevado a cabo él mismo sin ponerse siquiera colorado…
Pero todo esto queda ampliamente minimizado al lado de los acontecimientos que están ocurriendo en estas últimas horas alrededor de la muerte de Diego Maradona. El presidente declaró, a horas de fallecido el astro futbolístico, que el gobierno ofrecería un velorio público en la misma Casa de Gobierno, deshaciendo con pasmosa tranquilidad las restricciones de concentración masiva de público todavía vigentes (piense el lector que, en este mismo momento, la mayor parte de los ocho mil formoseños que quedaron varados en el límite de su provincia no han podido todavía regresar a sus hogares, o que todavía las escuelas siguen cerradas).
Por si fuera poco, el evento se vio desbordado desde la madrugada. Las imágenes de miles y miles de personas aglomeradas por horas, de piedras y balas de goma volando por los alrededores de la Casa Rosada, las corridas y el desborde que poblaron medios y redes sociales llevaron al ministro del Interior, Eduardo "Wado" De Pedro, a twittear responsabilizando al Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta… olvidando que fue el propio Poder Ejecutivo el que estuvo a cargo del operativo. Como si se tratara de un tribunero de programas de opinión política y no del funcionario de más alto rango nacional, hoy el presidente reconoció que “debimos haber previsto la presencia de barrabravas”.
Sin embargo, lo más preocupante del papelón internacional del que hemos sido tristemente protagonistas es que manifiesta, primero, la cuestionable voluntad de utilizar políticamente la muerte de un ídolo popular; segundo, la improvisación (e ineptitud) para llevar adelante un acto de esa repercusión; tercero, la liviandad con que, de un plumazo, se olvida de todo el padecimiento de una sociedad que en su mayor parte fue respetuosa de las indicaciones emanadas por las autoridades, y cuarto, tampoco advierte que la enfermedad no está erradicada, que puede que el acto haya generado un futuro rebrote y que todavía tiene que seguir defendiendo las restricciones aún vigentes.
Lo más desalentador de la falta de coherencia del mandatario es que no solamente desnuda su oportunismo y su miopía política. Quizás la consecuencia más dolorosa la pagan los ciudadanos comunes que, carentes de los privilegios de la casta política, se ven impedidos de tener alguna certidumbre respecto de cómo salir adelante en un contexto económico y social tan adverso.
Alberto Fernández tiene todavía más de tres años de gestión por delante, y las contradicciones de su propia coalición no son más que minucias al lado de sus propios vaivenes. La demagogia, combinada con la falta de principios, la política de venganza e impunidad en el plano judicial, y la inconsistencia en la toma de decisiones en el ámbito económico no permiten albergar, aplicando la lógica que el propio presidente ignora, un futuro mínimamente alentador.
*El autor de la nota es politólogo egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y docente de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur (UNTDF).