En el imaginario, quedó fijada la figura de un General conservador y conciliador. La imagen del Che, más flexible, evoca la épica y la acción. Por eso, el kirchnerismo ha desplazado al primero en beneficio del héroe revolucionario
El 8 de octubre solía ser un día de conmemoraciones. Se sumaban el cumpleaños de Juan Domingo Perón y la muerte en Bolivia de Ernesto Guevara, el Che. Dos memorias, y dos mitos, frecuentemente sumados en los años sesenta y setenta. Nadie lo haría hoy. El Che sobrevive en transfiguraciones cada vez más imprevistas. El mito de Perón, en cambio, está en baja, condenado más por sus virtudes que por sus defectos.
Desde 1955, con Perón vivo y proscrito, su cumpleaños era recordado tanto por las viejas camadas de peronistas como por las nuevas. Aquéllas combinaban el resentimiento por la común proscripción con la esperanza en el retorno de los viejos y buenos tiempos. Las segundas lo hacían con la fe de los nuevos conversos y, amparadas en la devoción al líder, procuraban integrarse en el cuerpo místico del peronismo. Desde el exilio, Perón daba pie para esas y otras imágenes. También aceptaba que otros invocaran su nombre y hasta hablaran por él. Era a la vez jefe estratégico y mito viviente, en el que todos podían reconocerse.
En 1973, el mito se hizo realidad. Muchas imágenes resultaron insostenibles y surgieron otras nuevas, que lo definieron hasta su muerte. Atrás quedó el jefe faccioso; Perón se abrazó con los opositores, que lo admitieron como el pacificador. También fue el hombre de Estado, preocupado por encauzar los conflictos corporativos bajo la autoridad estatal. Finalmente, se hizo cargo de los conflictos de su movimiento, y tomó partido. Quienes habían inventado un Perón socialista se fueron o fueron echados. Su imagen quedó fijada en esos últimos años: un Perón conservador y conciliador.
Guevara ya fue un mito en vida. Joven trotamundos y hedonista, convertido en ascético revolucionario, fue el ejemplo vivo del "hombre nuevo". Como médico salvó vidas. Pero el nuevo hombre ideal debía construirse sobre cadáveres de hombres quizá antiguos, pero reales. Guevara se convirtió en ejecutor inflexible, tanto de represores enemigos como de combatientes díscolos o campesinos reluctantes. Violencia legítima quizá, para los parámetros de su época. Asesinato, según los criterios actuales, con los que no juzgamos al muerto sino al mito vivo.
Guevara fue un personaje difícil para Cuba. Como ministro de Industrias, su voluntarismo chocó estrepitosamente con la realidad económica. Con el foquismo -su aporte a la doctrina revolucionaria- fracasó en el Congo y en Bolivia, donde su acción pareció más bien una inmolación. Pero el mito no atiende a estas realidades contingentes, y construye otras. El miserable cadáver de un Guevara exhausto y harapiento -mostrado por una foto poco conocida- fue dignamente acondicionado por sus ejecutores, y su imagen conmovedora colocó a Guevara muerto en la senda de Jesucristo. Esa foto, particularmente, sostiene un mito multiforme, pues Guevara es de muchos y de nadie en particular.
Está el guerrillero socialista. Pero también el nacionalista, con una bandera argentina junto a la estrella roja. La síntesis que en los años 70 hicieron FAR y Montoneros lo incorporó a la simbología del peronismo revolucionario. Hay una versión más imprecisa, con la que jóvenes no muy politizados espantan a sus padres burgueses: en ella el héroe romántico y misional oculta al ejecutor. Hay un Che del merchandising, que aparece en los lugares más insólitos y más difíciles de asociar con su vida de militante. En suma, es un mito de plasticidad ilimitada, como lo es Eva, y como no puede serlo Perón.
El Che, presente en varios panteones, fue sumado al relato kirchnerista. No como actor central, sino en el reparto. Tiene su museo y sus filmes, y en el Bicentenario fue incluido en la epopeya argentina, en mejor lugar que Sarmiento. Cubre un flanco importante: la épica, la acción y el voluntarismo, que desde la muerte de Néstor Kirchner se atribuye a una cierta juventud movilizada. Su aura debe cubrir a sus figuras visibles, que son -olvidemos a Boudou- Axel Kicillof, Mariano Recalde y Máximo Kirchner.
A diferencia del Che, la cotización de Perón está en baja con los Kirchner. Estrepitosamente. Su retrato está conspicuamente ausente en los actos públicos. Casi nadie lo recuerda el 8 de octubre. El 17 de octubre se ha cedido al sindicalismo peronista, que es cada vez más distinto del kirchnerismo. Quizá sea para no restar brillo al 27 de octubre, el día de la muerte y ascensión al éter de Néstor Kirchner.
Es posible que quienes militaron en los años 70 tengan con Perón cuentas por cobrar. No sólo quienes siguieron a Montoneros sino los que, manteniéndose en la lealtad, fueron también víctimas de la violencia asesina de la Triple A, que -hoy sabemos- fue autorizada por el propio Perón. Pero no es razón suficiente para los pragmáticos constructores de relatos, siempre dispuestos a perdonar errores pasados, incluyendo los propios. El problema es que no es fácil incluir el mito de Perón en el relato épico del Gobierno.
Perón fue un constructor de instituciones y organizaciones estatales. Un planificador, desde el Consejo de Posguerra hasta los Planes Quinquenales. Alguien que se propuso resolver el problema de la puja distributiva -el corazón de la conflictividad social argentina- organizando, encuadrando y disciplinando. Su primer logro fue la legislación sindical de 1945. Luego, el notable manejo de la crisis de 1952. En 1973 intentó algo parecido, pero su enorme autoridad personal no bastó para compensar la realidad de un Estado débil y colonizado. Estadista autoritario, pero no arbitrario, Perón desarrolló extensamente la idea de la conducción. Escribió un Manual de conducción, tradicionalmente estudiado por los peronistas, y dejó un testimonio formidable de su arte en las lecciones que dictó en 1973 en la CGT. Persuadir al otro de la legitimidad y razonabilidad de las decisiones del jefe. Ordenar y convencer.
Ambos rasgos, dominantes en el último Perón, son ajenos al estilo de los Kirchner. No creen en el Estado ordenado sino en un gobierno discrecional, que hace de las herramientas estatales un instrumento de poder. No les interesa la organización y administración regular, y mucho menos la planificación, y se encuentran cómodos en la excepcionalidad. Tampoco se preocupan mucho por convencer; su idea del mando se parece más a la del domador de fieras que a la del león herbívoro.
En cambio, la figura de Eva Perón se adecua perfectamente al relato. Siempre fue posible proyectar en ella imágenes variadas y contradictorias. Lo curioso es que todas ellas les sirven a los Kirchner. La Evita montonera hace pareja con el Che para alimentar la fantasía militante. El Hada Buena de la Fundación Eva Perón encaja con el estilo de acción social de un gobierno que descarta propósitos universalistas y se concreta a atender los focos de incendio, y a sacar rédito político de la ayuda. También encaja la Mujer del Látigo, el mito anti- peronista por excelencia, que Cristina Kirchner evoca cuando recuerda, sobre todo a los amigos, que no solo debe ser amada sino también temida.
Recientemente, Loris Zanatta recordó otra dimensión de su vida real, no mitificada, pero sin duda adecuada para el caso. Se trata de la instalación en el Gobierno de una red de funcionarios "evitistas" -los Miranda y los Lagomarsino, en Economía- tan adictos a ella como afectos a la corrupción. Muchas veces fueron motivos de pelea con Perón, quien creía en la administración y finalmente los reemplazó por técnicos correctos, como Alfredo Gómez Morales.
En ese sentido, puede decirse que ya en la primera presidencia el mito de Perón estaba contrapuesto al de Evita. Había márgenes, que utilizó el peronismo de la proscripción, sumando al líder, a Eva y al Che. Luego el menemismo logró darle a Perón otro significado. Pero no hubo forma de hacerlo encajar con el kirchnerismo. Perón solo queda en el recuerdo de unos peronistas un poco nostálgicos, que son llamados viejos, federales o republicanos. O, simplemente, peronistas.
Luís Alberto Romero.
Fuente: La Nación.