| 2 de octubre

La educación pública en la encrucijada: un análisis del ajuste y el veto presidencial al financiamiento universitario.

Diego Gabriel Encinas* La reciente decisión del gobierno argentino de Javier Milei de vetar la Ley de Financiamiento Universitario no se limita a un acto administrativo; constituye, en realidad, una ofensiva directa contra el corazón del sistema educativo público y gratuito, que representa uno de los pilares más significativos del tejido social argentino. Este veto se manifiesta como la materialización de una política de ajuste que busca desarticular el Estado de bienestar, precarizando las instituciones universitarias y, con ello, socavando las oportunidades de miles de estudiantes y docentes en el país. Se inscribe dentro de una narrativa que prioriza el mercado sobre el bienestar social y concibe la educación no como un derecho, sino como un gasto prescindible en el marco de una lógica financiera que coloca los números por encima de las personas.

En el contexto actual, resulta imperativo profundizar en los múltiples niveles de significación que subyacen a este ataque. La universidad pública no es solo el espacio en el que se forman los futuros profesionales; también es el lugar donde se construyen las herramientas críticas necesarias para el desarrollo humano y social. Al vetar el financiamiento educativo, el gobierno nacional se aleja de los ideales de equidad, justicia y progreso que históricamente han caracterizado a los sistemas democráticos y opta por una regresión hacia una lógica de mercado que favorece únicamente a los sectores más privilegiados, relegando a los que menos tienen a una condición de exclusión estructural. Desde la Reforma Universitaria de 1918, la universidad pública en Argentina ha sido un baluarte de la movilidad social ascendente, un espacio donde los hijos de los trabajadores y los sectores más vulnerables han encontrado la oportunidad de superar las barreras impuestas por la desigualdad socioeconómica. Aquella gesta histórica, impulsada por la participación estudiantil en la toma de decisiones, ha posicionado a la universidad pública como motor de transformación social.
En este ámbito, el conocimiento se comparte y el pensamiento crítico se fomenta. Al desfinanciar estas instituciones, el gobierno de Milei atenta contra esa herencia, debilitando las bases que sustentan una de las principales herramientas para la construcción de una ciudadanía activa, plural y crítica.

El ajuste propuesto por el actual gobierno trasciende lo económico y se adentra en lo ideológico. Al recortar fondos destinados a las universidades, se busca desmantelar un sistema de derechos en favor de una concepción mercantilista de la educación. Este proyecto, además, se alinea con un modelo de sociedad en el que los derechos sociales

son interpretados como privilegios y donde las políticas públicas están subordinadas a las exigencias de los mercados financieros. La lógica detrás del veto presidencial no es otra que la de transformar la educación en un bien de consumo, accesible solo para aquellos que pueden pagarlo, en lugar de garantizarla como un derecho inalienable que debe ser provisto por el Estado.
Este modelo económico y político es profundamente excluyente. En lugar de reconocer a la educación como un factor esencial para el desarrollo humano, social y cultural, el gobierno nacional la reduce a una mercancía, ignorando el valor social que tiene en la construcción de una nación equitativa y democrática. En este sentido, el veto al financiamiento universitario no solo afecta a las instituciones y sus actores principales, sino que tiene consecuencias devastadoras para el país en su conjunto. Al recortar los fondos para las universidades públicas, se están cerrando las puertas a nuevas generaciones, impidiendo que miles de jóvenes puedan acceder a una educación de calidad que les permita insertarse de manera productiva en la sociedad y, más importante aún, desarrollar una conciencia crítica frente a las injusticias y desigualdades del mundo que los rodea.

La reducción del financiamiento educativo representa también un ataque directo a la calidad de la enseñanza. Las universidades requieren recursos no solo para su funcionamiento diario, sino también para la investigación, el desarrollo científico y tecnológico, y la producción de conocimiento en áreas clave para el desarrollo del país. Al reducir estos fondos, se debilita la capacidad del país para innovar y generar soluciones necesarias para enfrentar los retos del siglo XXI. En un mundo cada vez más interconectado y dependiente del conocimiento, desmantelar el sistema educativo público se traduce en una sentencia de subdesarrollo, una condena a la perpetuación de la dependencia económica y tecnológica de actores externos.

Además, este veto refuerza la precarización laboral de docentes y no docentes. Las universidades públicas argentinas ya enfrentan dificultades para garantizar salarios justos y condiciones laborales dignas para sus trabajadores. Al negarse a financiar adecuadamente estas instituciones, el gobierno profundiza una situación de crisis que impacta directamente en la calidad de vida de quienes dedican sus vidas a la enseñanza y formación de futuras generaciones. Resulta inadmisible que en pleno siglo XXI el Estado se desentienda de sus responsabilidades y pretenda ajustar a aquellos sectores fundamentales para el desarrollo del país.
Esta política de ajuste no puede entenderse como una medida aislada, sino como parte de un proyecto más amplio que busca desmantelar el Estado como garante de derechos.

El veto al financiamiento educativo es solo una de las múltiples aristas de un plan de gobierno que privilegia la reducción del déficit fiscal por sobre la garantía de derechos sociales. En este marco, las medidas neoliberales impulsadas por el gobierno de Javier Milei se alinean con las exigencias de los organismos internacionales de crédito, como el FMI, que han demostrado históricamente que sus recetas de ajuste solo generan más pobreza, desigualdad y exclusión.
El pueblo argentino no es ajeno a estos embates. Desde la década de 1990, con el auge del neoliberalismo en América Latina, hemos sido testigos de cómo las políticas de ajuste estructural solo han profundizado las desigualdades y debilitado el tejido social. Sin embargo, también hemos sido testigos de la resistencia popular frente a estos modelos excluyentes. La lucha por la defensa de la educación pública, gratuita y de calidad ha sido y sigue siendo una de las banderas más importantes de los movimientos sociales en Argentina. Desde los estudiantes que tomaron las universidades en 1918 hasta las movilizaciones masivas en defensa de la educación durante los gobiernos democráticos, la sociedad argentina ha demostrado, una y otra vez, que no está dispuesta a ceder ante la lógica del ajuste y la mercantilización de los derechos.

Es fundamental, entonces, que comprendamos que esta lucha no es solo por la defensa de un modelo educativo, sino por la defensa de un proyecto de país. Un país que valore la educación como un derecho humano fundamental, que garantice el acceso igualitario a las oportunidades y que promueva el desarrollo de una ciudadanía crítica y comprometida con la construcción de una sociedad más justa, equitativa y democrática.
Defender el financiamiento universitario es defender el futuro de la Argentina. Es resistir frente a un modelo de exclusión y desigualdad que pretende imponer la ultraderecha. Es apostar por una sociedad que valore el conocimiento, la cultura y el desarrollo humano como ejes fundamentales para la construcción de una democracia robusta y participativa. La educación, en su esencia más profunda, se erige como el pilar fundamental sobre el cual se construye el futuro de un pueblo. En un contexto marcado por la inclemencia de políticas que buscan desmantelar la educación pública, laica y gratuita, se plantea una cuestión crucial: ¿qué entendemos por la función de la educación en la sociedad contemporánea? Esta interrogante no debe ser abordada de manera superficial, sino como un reto que invita a una reflexión profunda sobre el rol de la educación en la formación del ser humano y la construcción de una sociedad más justa.
La educación no puede ser vista simplemente como un medio para adquirir conocimientos técnicos o habilidades utilitarias; es, ante todo, un proceso de humanización. A través de la educación, el individuo no solo se capacita para desempeñar un rol en el mundo

laboral, sino que se forja como un ser consciente de su entorno, crítico de las realidades que lo rodean y capaz de cuestionar las estructuras de poder que buscan imponer una narrativa única. Este acto de formación crítica es esencial para el desarrollo de una ciudadanía activa y comprometida, que no se limite a aceptar lo que se le presenta, sino que busca transformar su realidad a partir de una comprensión más profunda de su historia, cultura y lugar en el mundo.
Sin embargo, el ataque sistemático a la educación pública por parte de gobiernos que priorizan el ajuste fiscal por encima del bienestar social pone en jaque esta posibilidad de desarrollo integral. La decisión de desfinanciar la educación no es simplemente una cuestión económica; es una declaración política que busca moldear a los ciudadanos en función de un modelo de sociedad que valora la rentabilidad sobre la equidad. Este modelo, que se enmarca en las lógicas de producción y consumo, despoja al individuo de su capacidad de soñar y de imaginar alternativas, sometiéndolo a un horizonte de posibilidades limitado.

En este sentido, la educación pública se presenta como un espacio de resistencia. Es el lugar donde se cultiva la diversidad de pensamientos, la pluralidad de voces y el respeto por la diferencia. En una sociedad donde la inequidad se profundiza y los derechos de las mayorías son vulnerados, el acceso a una educación de calidad se convierte en un acto de resistencia. La educación pública no solo debe ser defendida por sus beneficios inmediatos, sino por su capacidad de desafiar el orden establecido, de empoderar a quienes históricamente han sido silenciados y de abrir caminos hacia nuevas formas de organización social.

La laicidad de la educación, por su parte, implica la necesidad de un espacio donde el pensamiento crítico no esté condicionado por dogmas o ideologías impuestas. La educación debe favorecer el ejercicio de la razón y el diálogo abierto, permitiendo que cada individuo explore sus creencias y cuestionamientos sin temor a represalias. En un mundo cada vez más polarizado, donde la intolerancia y el fanatismo parecen cobrar fuerza, mantener la educación pública se vuelve un imperativo ético. La educación, en este sentido, debe ser un espacio que fomente la convivencia pacífica y el respeto por la diversidad, promoviendo una cultura de diálogo y entendimiento mutuo.

La educación también es un acto de equidad. Cuando se desfinancian las universidades y se restringen las becas estudiantiles, se perpetúa una estructura de privilegios que beneficia a unos pocos a expensas de la mayoría. Esta inequidad no es solo económica, sino que se traduce en una desigualdad en el acceso al conocimiento y, por ende, a las oportunidades. En este marco, defender la educación pública es defender el derecho a una vida digna, donde cada individuo tenga la oportunidad de desarrollarse plenamente, sin las ataduras de un sistema que prioriza la acumulación de capital sobre la dignidad humana.

Así, el desfinanciamiento educativo no puede ser entendido como un fenómeno aislado, sino como parte de un entramado más amplio de políticas que buscan consolidar un modelo de sociedad desigual. Es un ataque directo a la posibilidad de construir un futuro en el que la educación no sea un privilegio, sino un derecho inalienable de todos los ciudadanos. La lucha por el financiamiento educativo es, en última instancia, una lucha por la defensa de los valores democráticos, por la afirmación de que todos tenemos el derecho de acceder a una educación que nos permita comprender y transformar nuestra realidad.

Defender la educación pública, laica y gratuita es, por lo tanto, un acto de valentía y compromiso con el futuro. Es un llamado a la acción colectiva, a la organización y a la movilización de todos aquellos que creen en un mundo donde la educación sea un instrumento de liberación y no de opresión. En este camino, cada acción, cada paro, cada movilización se convierte en un acto de resistencia frente a las fuerzas que buscan silenciar nuestras voces y limitar nuestras aspiraciones.

El veto presidencial no es, entonces, solo un acto administrativo; es un símbolo de la confrontación entre dos modelos de país: uno que promueve la equidad y la justicia social, y otro que aboga por la mercantilización de los derechos y la exclusión de las mayorías. La universidad pública, laica y gratuita ha sido, es y debe seguir siendo un espacio de resistencia frente a las políticas que intentan subordinarnos al dictamen de los mercados. En un contexto de ajuste y crisis, la universidad pública se presenta como el último bastión de un proyecto de país inclusivo y democrático, y es nuestra responsabilidad defenderla con todas nuestras fuerzas.

El análisis sobre la educación nos invita, entonces, a concebirla no solo como un derecho individual, sino como una responsabilidad colectiva. Es un llamado a reconocer que el futuro de nuestra sociedad depende de la formación de seres críticos, solidarios y comprometidos. La educación es la semilla que germina en el terreno fértil de la diversidad, el respeto y la equidad, y es nuestra tarea garantizar que esta semilla tenga las condiciones necesarias para florecer.

En este desafío, reside no solo la posibilidad de un futuro mejor, sino la afirmación de que la educación, en todas sus formas, es el corazón palpitante de nuestra democracia y de nuestra humanidad compartida.

*El autor de la nota es licenciado en Ciencias Sociales y Humanidades, graduado de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ).

 

 

 

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