Por Carlos Alberto Montaner. “Hamás, Hamás, judíos a la cámara de gas”. Esa fue la consigna en varias ciudades de Europa. Todo se ha visto y oído durante el enfrentamiento entre la banda terrorista Hamás e Israel. Desde esvásticas pintadas en las sinagogas y cementerios judíos en diversas partes del mundo, hasta grupos que coreaban ese infame pareado.
La mayor parte de los judíos (y los demócratas verdaderamente responsables) están tristemente asombrados por la intensidad del antiisraelismo mostrado por el grueso de los medios de comunicación en Occidente, por las reacciones de algunos gobiernos europeos y latinoamericanos –Brasil entre ellos—, y por los numerosos incidentes callejeros antisemitas.
El origen del pleito lo resume magistralmente el escritor Amos Oz con un par de preguntas formuladas a la cadena alemana Deutsche Welles: “¿Qué haría si su vecino, con un niño sentado en el regazo, le dispara a la guardería infantil a cargo de usted?”. “¿Qué haría si su vecino cava un túnel desde su guardería infantil hasta la suya con el ánimo de agredir a quienes usted está obligado a cuidar?”.
Es obvio que los judíos contraatacaron. ¿Es tan difícil entender la posición israelí? Luego de comenzado el conflicto se supo que por los casi cuarenta túneles descubiertos (probablemente hay otros), los comandos suicidas de Hamás iban a desatar una carnicería atroz el 24 de septiembre, fecha en que los judíos celebran su año nuevo o Rosh Hashaná.
¿Por qué el antisemitismo ha resurgido con tanta virulencia? Por varias razones.
Los seres humanos formulan sus juicios basados en estereotipos y en categorías. Es nuestra manera de asomarnos a la compleja realidad. Creemos tener una idea de cómo son los alemanes, los ingleses, los norteamericanos, los catalanes, los negros, los blancos, los chinos. Esas visiones esquemáticas, con frecuencia están cargadas de connotaciones negativas, como padecen los gitanos y a los negros.
Lamentablemente, la idea del judío fue acuñada por sus enemigos cristianos. Un pleito en la sinagoga –unos pocos judíos se convencieron de que ya había llegado el Mesías y se llamaba Jesús– se convirtió en una persecución cruel e interminable tan pronto el cristianismo, esa rama hereje del judaísmo, se convirtió en la religión del imperio romano por obra y gracia del Edicto de Tesalónica (año 380), promulgado por Teodosio I el Grande, un resuelto emperador que declaró “loco y malvado” a todo aquel que desconociera la autoridad del Patriarca de Antioquia.
A partir de ese punto, y por los próximos mil seiscientos años, los judíos fueron caracterizados como demoniacos, perversos, avaros, traidores, desleales y sucios. Los persiguieron, masacraron, expulsaron, difamaron y encerraron en guetos. Los marcaron como infames y los condenaron a llevar distintivos visibles, los obligaron a abjurar de sus creencias, so pena de muerte, y crearon instituciones represivas, como la Santa Inquisición, que tenía entre sus objetivos destruirlos o “purificarlos” en las hogueras.
Este acoso permanente acuñó un estereotipo muy negativo, perpetrando de manera continuada el “asesinato de la reputación” de todo un pueblo. La gran literatura se encargó luego de recoger y esparcir esa bazofia: Shakespeare, Lope de Vega, Quevedo, Voltaire, Dickens, T.S. Eliot, Pío Baroja, Dostoiveski y otros cien magníficos autores incurrieron en diversas manifestaciones de antisemitismo que mantuvieron viva la llama del odio.
Fue Napoleón quien comenzó la liberación de los judíos, derribando las murallas de los guetos a principios del siglo XIX, pero el cambio de las leyes no impidió que la tradición del antisemitismo se mantuviera hasta llegar al paroxismo nazi: unos tipos convencidos de que la erradicación total de este pueblo solucionaría casi todos los problemas de la humanidad. La felicidad, sostenían, llegaría de la mano de un monstruoso genocidio.
Hoy el viejo antisemitismo de la Inquisición, de los cosacos, de los nazis, es una de las señas de identidad de los grupos llamados “progresistas”. Si en nuestros angustiosos días alguien quiere asumir instantáneamente un rol revolucionario, la manera más eficiente de lograrlo es mostrar su rechazo a los judíos y su condena a Israel. Es el equivalente de colgar un poster del Che o ponerse una camiseta con su efigie.
Afortunadamente, la terrible etiqueta colgada al pueblo judío es reversible. El hecho de que Israel, rodeado de enemigos, sea una sociedad tercamente democrática, próspera, creativa, generadora de ciencia y tecnología, donde viven los únicos árabes libres de toda aquella torturada zona, incluidas las mujeres árabes, desmiente el maligno estereotipo. Poco a poco se irá abriendo paso la verdad: Israel es la más exitosa y digna experiencia política de la segunda mitad del siglo XX. Pero hay que decirlo en voz alta y sin miedo.
Carlos Alberto Montaner es escritor y periodista. Su último libro es la novela Tiempo de Canallas.