| 24 de marzo

A 46 años del último golpe de Estado, desafíos para fortalecer la democracia

No podemos hablar del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 sin referirnos a los anteriores que se produjeron en Argentina desde que se llevara a cabo el primero, el 6 de septiembre de 1930 contra Hipólito Yrigoyen...

No podemos hablar del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 sin referirnos a los anteriores que se produjeron en Argentina desde que se llevara a cabo el primero, el 6 de septiembre de 1930 contra Hipólito Yrigoyen. Si bien el de 1976 fue el de mayor crueldad y el de despliegue del mayor aparato represivo, contó con la apatía -cuando no, con abulia-, de una parte de la población que había sido testigo de una violencia acometida, en gran modo, por un peronismo de izquierda y uno de derecha que propugnaba su hipótesis que, cuanto peor, mejor.

Haciendo un racconto de los golpes, podemos decir que hubieron en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. En 1930, contra Hipólito Yrigoyen propinado por sectores conservadores que nunca perdonaron el haber perdido el dominio tras el ascenso de la Unión Cívica Radical (UCR) luego de la sanción de la Ley Saenz Peña de voto secreto, universal y obligatorio. En 1943, fueron militares agrupados en el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), entre quienes se encontraba Juan Domingo Perón. En 1955, fueron sectores civiles, la Iglesia Católica, partidos como el radical, el comunismo, el socialismo, entre tantos otros que habían sido víctimas de encarcelamiento, represión, torturas y tantos métodos llevados adelante por el peronismo gobernante. En 1962, pese a que las fuerzas armadas derrocaron a Arturo Frondizi luego de haber reincorporado al peronismo a la vida política, frustró el ascenso de un militar, delegando en el presidente del Senado, José María Guido, la línea sucesoria de la primera magistratura. En 1966, Arturo Umberto Illia sería víctima también de sectores militares pero también del peronismo e incluso estudiantes universitarios que agitarían el mote de "tortuga" que recibió el humilde médico cordobés, hoy reivindicado como ejemplo de transparencia, honestidad, eficacia en la administración de los recursos y probidad en la función pública. En 1976, por último, tras la muerte el 1 de julio de 1976 de Perón y la asunción de su esposa, María Estela Martínez de Perón, se produciría el último golpe.

Si bien la violencia contra la oposición, el estado de sitio, la represión contra quien osara pensar diferente de las líneas bajadas de los despachos oficiales, fueron el común denominador durante esas décadas, los setenta son un capítulo que amerita ser abordado de otro modo. Oscar Muiño, en su Guerra de los 100 años, al respecto de la historia de los movimientos políticos estudiantes reformistas, compila testimonios de actores con un más que activo rol en la vida de las agrupaciones de los años sesenta y destaca el nivel de belicosidad discursiva que se lanzaba contra el gobierno de Arturo Illia. Pronto, con el golpe que encabezó Juan Carlos Onganía, se darían cuenta de lo equivocados que estaban en lo atinente a la Argentina que se avecinaba. Desde la Noche de los Bastones Largos, la represión contra profesores -algunos de ellos reconocidos internacionalmente que levantaron la voz de lo que ocurría en estos rincones del continente americano-, hasta las implicancias que ello acarreó para el sistema científico tecnológico y universitario, generaron consecuencias en las conciencias de quienes hoy manifiestan un mea culpa sobre lo que ejercieron contra el gobierno de Illia.

Pero también, a medida que transcurría la dictadura de Onganía -quien por primera vez en la larga historia de las dictaduras no se ponía plazos sino objetivos-, la violencia de sectores obreros, aunando esfuerzos con los universitarios, llevaría a principios de los setenta a algunas corrientes radicalizadas a promover el foquismo y la influencia de revoluciones como la de Cuba y China -y bajo el amparo de la Unión Soviética en el marco de la guerra fría-. Esta distinción -la búsqueda revolucionaria promovida por, entre otros, el peronismo-, provocó una escalada de violencia que inició con la presentación en sociedad de Montoneros y el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu (uno de los dictadores surgidos tras el golpe de 1955), y fue aumentando los hechos que protagonizaría durante la década, incluyendo la contraofensiva que aun hoy es motivo de polémica entre historiadores.

Si bien la democracia se recuperó tras una noche que duró seis años desde el golpe del 24 de marzo, el fruto se cosechó durante años, con la mediación del partido militar desde que asestara el primer golpe en 1930 y gobiernos condicionados que, apenas esbozaban la reincorporación del peronismo a la arena electoral, sufrían los embates de las fuerzas armadas mediante pronunciamientos que asemejaban imposiciones, como sucedió con Frondizi en 1962 y con Illia en 1966. Aun así, las convicciones democráticas del radicalismo se mantuvieron incólumes y el justicialismo esbozaba preanunciaba cierta adaptación a través de un sindicalismo en connivencia, por ejemplo, con Onganía, que fue, de hecho, el artífice de la entrega del manejo de las obras sociales al gremialismo justicialista. Los intentos por generar un sindicalismo plural, democrático y desburocratizado, como la Confederación General de los Argentinos (CGT) de Los Argentinos y el ejemplo de Agustín Tosco en la vida política de la provincia de Córdoba, fueron de gran valor simbólico, más no reflejaron un proyecto que pudiera sostenerse en el mediano y largo plazo.

Lo que no puede soslayarse y todavía no es grandemente aceptado, es la existencia, en los años setenta, del escaso consenso democrático. Entre la violencia de la extrema derecha fogoneada por la Triple A del ministro de Bienestar Social (curioso nombre para la cartera que dirigía), José López Rega, y la violencia de la extrema izquierda que se corporizaba en cada atentado que se adjudicaba Montoneros; entre la materialización de un orden corporativista de aquellos y una revolución socialista de estos; la democracia era considerado un lujo burgués, parte de un viejo orden decimonónico que había que desterrar.

A 46 años del golpe de Estado cívico militar, podemos celebrar que estamos viviendo el período de democracia más extenso que ninguna generación anterior haya vivido. Pero eso no obsta los desafíos que deben encararse. Un proyecto de país que sea inclusivo y que pueda brindar perspectivas de bienestar a las futuras generaciones es, a grosso modo, el principal desafío. Pero también cómo fortalecer la democracia debe ser parte de la agenda pública. La reforma constitucional de 1994 incorporó institutos de democracia semidirecta, mecanismos de control cruzados, tratados y convenciones internacionales que poseen el mismo rango jurídico que la propia Constitución, y aún así siguen registrándose violaciones a los derechos humanos que no podemos ni debemos ignorar. Para decir nunca más, tenemos que dejar de mirar al costado y hacernos cargo, como sociedad, de las graves vulneraciones que siguen dejando víctimas en cada rincón del país.

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