El informe anual que el Departamento de Estado del Gobierno de los Estados Unidos publicó esta semana correspondiente a 2020 en el que señala que la Argentina posee un sistema político con instituciones que no son robustas a la hora de combatir las prácticas corruptas, colisiona frontalmente con aquellas lamentables declaraciones que pronunciara el jefe de Gabinete de ministros, Santiago Cafiero, cuando pretendió monopolizar la defensa de los derechos humanos.
Pese a los antecedentes históricos del movimiento político al que pertenece Cafiero, con violencia política de izquierda y de derecha en los tristes años setenta caracterizados por atentados de Montoneros y respuestas de la Triple A; con la negativa del Partido Justicialista (PJ) a la convocatoria hecha por el entonces presidente Raúl Alfonsín para integrar la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP) que llevó adelante los Juicios a las Juntas; e incluso con los indultos otorgados a diestra y siniestra por el sucesor de Alfonsín, Carlos Saúl Menem a principios de los noventa que benefició a militares y guerrilleros; la cuestión de los derechos humanos no puede, en modo alguno, constituir monopolio de un sector o partido político. No sólo representa un sinsentido en términos de hechos políticos e históricos. También representa un peligro para la democracia y las instituciones.
Una democracia se construye con el aporte de todos y cada uno de los ciudadanos, pero con especial responsabilidad de parte de quienes ocupan puestos públicos en los que su labor debe ser ejemplo de conducta cívica. El respeto por las opiniones de las demás personas, la defensa del debido proceso, la reivindicación de las libertades individuales y la búsqueda de justicia en materia de derechos, no son ni pueden ser patrimonio de un sector, pues implica que sea en detrimento de otros: la contradicción perfecta de quienes terminan atentando, tarde o temprano, contra el sistema que en palabras dicen defender pero en los hechos terminan esmerilando.
Nadie niega que el contexto de pandemia por la aparición del virus de Covid-19 ha repercutido en muchos de los aspectos de la vida cotidiana tal cual la conocíamos. Pero ello no obsta que existen excesos que no pueden ser minimizados. La desaparición de personas -como Facundo Astudillo Castro- tras ser detenido por la Policía de la provincia de Buenos Aires por violación de las disposiciones emanadas por el Gobierno nacional encabezado por Alberto Fernández; o la detención de las concejales Celeste Ruiz Díaz y Gabriela Neme -de la Unión Cívica Radical y el PJ disidente, respectivamente-, tras denunciar las condiciones inhumanas de aislamiento a que son sometidos los formoseños; son representativos de una normalidad plagada de arbitrariedades sin que haya una mínima reacción de parte de quienes forman parte, no sólo del Ejecutivo Nacional sino más grave de aquellas organizaciones defensoras de los derechos humanos que debieran velar en tanto integrantes de la sociedad civil frente a tales atropellos de magnitud.
No podemos obviar, frente al estado de excepción impuesto por el presidente Fernández, aquellas acciones de degradación institucional que conllevan a la devastación del sistema de checks and balances o pesos y contrapesos que forma parte de la génesis misma de los sistemas democráticos republicanos. Los primeros intentos de limitar el poder del monarca, que reconoce en la Carta Magna de 1215 que los barones ingleses lograron arrancarle al rey Juan Sin Tierra y continúa con una loable tradición reflejada en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica de 1787 o la Constitución de Cádiz de 1812, son mojones de una preocupación que ocupó las mentes de grandes pensadores: cómo evitar los desbordes del poder, limitando la arbitrariedad y permitiendo al soberano defenderse de estos excesos tan típicos de tiranías, expresadas sin doble discurso y aquellas aún peores, como las que disfrazan de ropaje democrático sus más bajos instintos dictatoriales. A tal respecto, la soberanía popular, la división de poderes y el federalismo, son algunos de los elementos a los que se recurrió para diseñar un sistema de controles mutuos y cruzados. En Argentina, el acceso a la información pareciera por momentos una quimera, sobre todo cuando se advierte la falta de informes por parte de Cafiero ante el Congreso de la Nación en forma periódica. El constante hostigamiento a que son sometidos los medios de comunicación -imposibilitados de requerir información para brindar al ciudadano herramientas de control- es otra de las actitudes que ha asumido como propias el Gobierno del Frente de Todos para evitar cualquier tipo de opinión crítica.
No podemos dilucidar con exactitud si estas son verdaderamente convicciones íntimas de quienes integran el Gobierno nacional o representan un tire y afloje entre facciones dialoguistas e inflexibles que forman parte de la mezcolanza que resultó triunfadora en los comicios presidenciales de 2019. La única verdad es la realidad, dijo alguna vez Juan Domingo Perón, líder de la masa gobernante actualmente: la única verdad es el deterioro y la devastación de un país que, desde 1983 a la fecha, ha sido gobernado alrededor de 25 años por el peronismo y, desde el año 2000, sólo seis años gobernaron coaliciones no peronistas. Los resultados están a la vista.