Por Emilio Ocampo* Según Fernando Iglesias, la sociedad argentina “es adicta y el peronismo es la droga.” En realidad, el peronismo, en cualquiera de sus variantes, no es más que la versión argentina de un mal antiguo y universal: el populismo. Los griegos de la antigüedad lo llamaban oclocracia y lo consideraban el peor sistema de gobierno.
Las adicciones son destructivas. En el caso de la Argentina, el daño es inconmensurable. Como señaló Mario Vargas Llosa en una entrevista reciente: “El peronismo fue fatal para la Argentina.” Si el país hoy ocupara el mismo puesto en el ranking mundial de PBI per cápita que cuando Perón llegó al poder, su economía sería una de las diez más grandes y más ricas del mundo.
El primer paso para curarse de una adicción es admitir la existencia del problema y comprometerse a cambiar. Y para cambiar es necesario identificar la causa fundamental que motiva la adicción. En el caso argentino con el populismo tiene raíces culturales profundas. El visitante inglés Thomas Turner observó en 1890 que los rasgos más salientes de los argentinos eran una falta de moral y apego al trabajo combinada con una gran afición por la intriga y el lujo. “La gran desgracia del argentino es que es, o se cree, nacido heredero de una gran fortuna,” decía Turner, “No tiene necesidad de trabajar; sólo se tiene que sentar y observar como la Providencia trabaja en su favor. El fin y el objetivo de su ambición es un ocio rodeado de lujo.” Según Turner, estas perniciosas ideas eran inculcadas a los argentinos desde su más tierna infancia.
La encuesta World Values Survey (WVS) nos permite verificar hasta que punto este diagnóstico lapidario sigue siendo válido. Una de sus preguntas requiere a los encuestados seleccionar de una lista de once valores, los cinco más importantes que deberían inculcarse a los niños en el hogar familiar. La encuesta muestra para cada valor que porcentaje de los encuestados menciona ese valor.
El gráfico resume los resultados para Argentina en comparación con el promedio de Brasil, México, España y Estados Unidos. Por ejemplo, mientras que en nuestro país 41% de los encuestados menciona la “dedicación al trabajo” como uno de los cinco valores fundamentales, el promedio de los otros países es 59%. Es decir, la Argentina está un 18% por debajo del promedio, que es la diferencia que muestra el gráfico.
Como se puede apreciar, las diferencias son notables: los argentinos le damos relativamente más importancia que los brasileños, mexicanos, españoles y norteamericanos a valores como la generosidad, la imaginación, la independencia y la auto expresión, y mucho menos importancia a la dedicación al trabajo, al ahorro y la austeridad, a la responsabilidad y a la tolerancia y el respeto por los demás. El problema es que estos últimos son esenciales para el progreso. Además, la Argentina se destaca por ser el país en el que los sectores de mayores ingresos y los menos educados le dan menos importancia a la “dedicación al trabajo” en relación al promedio de la población.
Otros datos de la encuesta sugieren que en la Argentina hay relativamente más personas que en esos cuatro países que consideran importante tener dinero y poder comprar cosas caras y menos personas que creen que para lograrlo es necesaria la dedicación al trabajo. De hecho, casi la mitad de los argentinos están convencidos de que para enriquecerse no es necesario el trabajo y el esfuerzo sino tener suerte, buenos contactos y/o apropiarse de la riqueza ajena. Si Turner viviera no se sorprendería. Sin embargo, basta leer los diarios para darse cuenta que en la economía que propuso el populismo esas creencias no son descabelladas. El populismo nos ha llevado a un círculo vicioso, ya que fomenta y a la vez se alimenta de creencias anti-progreso.
Volviendo a la analogía de la adicción, el populismo que introdujo Perón en 1945 y que ensayaron los Kirchner durante más de una década no es más que la droga que permite a muchos argentinos vivir en la fantasía que describía Turner. Hasta la crisis de 1930 esta fantasía era asequible ya que la Argentina era un país rico que crecía a tasas extraordinarias. A partir de entonces se hizo cada vez más irreal mientras que la cultura del trabajo que habían traído los inmigrantes era dominada por la tradicional holgazanería nativa. Y como el sector agropecuario era (y sigue siendo) el único capaz de generar riqueza en gran escala, el populismo recurrió a la confiscación y redistribución de su renta para hacer que esa fantasía fuera viable. Además elaboró un relato para justificar esa confiscación: los productores agropecuarios eran los oligarcas que desde tiempo inmemorial conspiraban para explotar al pueblo aliados al imperialismo. Perón fue el “dealer” que nos vendió la droga y por el mismo precio también nos dio un argumento para justificar la adicción.
De ahí que, en los últimos setenta años, cada vez que hubo un ciclo alcista en el precio de los productos agropecuarios, la sociedad argentina votó mayoritariamente por el populismo. Cuando se acabó la bonanza de precios, la realidad aniquiló a la fantasía y el populismo entró en crisis. Esta historia ya se ha repetido varias veces: 1950, 1975 y 2012. La gran ironía es que lo que puede hacer rico al país es lo que, gracias al populismo, lo termina empobreciendo.
Es probable que dentro del próximo cuarto de siglo el mundo vuelva a experimentar un auge en el precio de los commodities. Si algo no cambia, volveremos a caer en la tentación del populismo y otra generación de argentinos perderá la oportunidad de sacar al país de la decadencia.
Por eso es importante lo que señaló el presidente Macri en su primer discurso ante el Congreso: tenemos que recuperar la cultura del trabajo y del esfuerzo, Tenemos que “entender que no nos podemos sentar a esperar que alguien resuelva nuestros problemas” y que el destino de la Argentina está en manos de los argentinos. Si lo logramos habremos dado un paso importante para liberarnos de la maldición del populismo.
El autor de la nota es miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.