| 22 de octubre

Caminata nocturna

Por José Luis González* Desde muy temprano, el día se empecinó en sostener ese tono gris que por meses había acompañado su pesada existencia. Las pequeñas obligaciones de cada día las percibía de una densidad imposible de calcular para quienes escudriñaban su vida desde lejos. Todo le parecía destemplado y errabundo. Nada hacía suponer que aquella noche algo de esa persistente y oscura rutina podría cambiar.

Por José Luis González* Desde  muy temprano, el día se empecinó en sostener ese tono gris que por meses había acompañado su pesada existencia. Las pequeñas obligaciones de cada día las percibía de una densidad imposible de calcular para quienes escudriñaban su vida desde lejos. Todo le parecía destemplado y errabundo. Nada hacía suponer que aquella noche algo de  esa persistente y oscura rutina podría cambiar. 
 
Caminar era algo cotidiano, algo que remitía a ese hombre a su niñez. Una caminata solitaria y nocturna acompasada por el sonar de su calzado que rebotaba contra las baldosas frías y húmedas de la ciudad.
 
Esa noche se alistó como solía hacerlo: lento, tenue, cauteloso. Cambió sus ropas de trabajo por el buzo que le había regalado Elsa para su último cumpleaños, un jean gastado y sus infaltables zapatos negros con punta.
 
Igual que todas las noches una extraña sensación lo retenía en su hogar pero sabía, con una certeza añosa, que la simple acción de caminar lo transformaba todo a su alrededor. Incluso podía lograr maravillas con aquello más difícil de modificar: su propio humor. Esa seguridad le venía desde niño. Sabía que era uno de los pocos legados que le había transmitido su padre. Sin esfuerzo  lograba recordar el fragmento que más le había impresionado de su última carta: “Aún con muchos desaciertos, hijo mío, siempre intenté crear y defender esos breves y fugaces espacios de libertad en medio de la jungla cotidiana”. Eso significaba para este huraño hombrecillo su caminata nocturna.
 
Inició su rutina como lo hacía habitualmente. Con minuciosa dedicación revisó en el mapa de la ciudad su recorrido del día anterior y marcó con una fibra verde una pequeña alteración en la cuadrícula. Esto le permitía tener la seguridad de nunca hacer el mismo recorrido dentro de las cuarenta cuadras que rodeaban su domicilio. Esta inalterable liturgia le brindaba una secreta seguridad y un orgullo personal difícil de describir. Finalmente imprimió en su memoria el recorrido que había planeado, hizo la habitual llamada telefónica y salió.
 
Los primeros pasos eran los más duros, nunca le fue fácil salir de su casa. Debía proponérselo con más empeño cada vez. El comienzo de su caminar era dubitativo y habitualmente lo asaltaba la tentación de volver a su refugio, a lo conocido. Sabía que debía superar ese sentimiento y en eso se concentraba. A las pocas cuadras ya caminaba a buen ritmo y con un paso firme y seguro. Aunque nada de este proceso le era extraño, sentía que su repetición lo fortalecía, le brindaba una extraña sensación de autosuperación.
 
Una llovizna tenue quiso acompañar su salida. Finalmente la noche, humedecida, recibió las tímidas gotas que se anunciaron durante toda la jornada. No eran una sorpresa en ese frío otoño, tan solo el preámbulo de las neviscas que en unas pocas semanas obligarían al caminante a completar su vestimenta con una gruesa campera negra, guantes, bufanda y el gorro de lana que le tejiera la tía Hilda hacía ya dos inviernos.
 
Erguido, asumió la llovizna como su compañera de camino. Dobló la esquina donde la noche anterior había seguido en línea recta. Encaró una de las pocas cuadras del vecindario con escasa iluminación. Los contornos se percibían borrosos y desdibujados. Unos perros, encerrados por las rejas de protección de una casucha, le daban la malvenida con un ladrido ronco y  persistente. Aún los escuchaba cuando promediaba ya la cuadra siguiente, y la otra y la que vino después.
 
Fiel a su plan, decidió internarse en la zona más oscura de la ciudad. Creyó divisar a lo lejos una sombra que se escurría por entre la arboleda, justo en el lugar donde se abandonaba el asfalto y comenzaban las callejuelas de tierra. No le dio mayor importancia, solía cruzarse con paseantes nocturnos tan o más solitarios que él, con los que intercambiaba un escueto saludo inaudible. Así, se empecinó en su sincrónico movimiento a la vez que se adentraba en alguno de sus habituales pensamientos recurrentes. 
 
Algo a lo lejos llamó su atención. Era una casucha neblinosa y poco iluminada. El lugar no estaba dentro de su itinerario, aun así avanzó. Pesadamente, dirigió sus pasos hacia allí. La casa era de madera, de una madera vieja y agrietada. Todavía conservaba rastros de una pintura hecha con desgano hacía décadas. Ya en el umbral notó la puerta entreabierta. Entró. Un rechinar de tablas lo recibió y anunció su llegada. Aguardó durante unos segundos esperando que alguna persona le cortara el paso. Nadie se acercó al hall de entrada. Un pasillo en penumbras comunicaba el crujiente ingreso con otra habitación. Parecía ser la cocina que, iluminada y olorienta, invitaba al hombre a acercarse. Lo hizo lentamente. 
 
Al ingresar algo lo alteró. Un ruido agudo y persistente desgarró la suavidad de la noche. Reconoció el timbre de un teléfono que colgado al otro lado de la habitación, reclamaba ser atendido. Quiso huir, desaparecer de ese extraño lugar. El aparato volvió a sonar. El hombrecillo se estremeció. Lleno de dudas se acercó. Algo dentro suyo le indicó que debía atenderlo. No supo de donde le vino esa certeza. Finalmente lo hizo.
 
Al otro lado de la línea escuchó una voz familiar. Quedó atónito, como encerrado en su propia cárcel interior. Por unos segundos, creyó haber perdido el control sobre su cuerpo. Una gota de sudor frío le recorrió la espalda y lo puso en alerta. La pregunta, al otro lado de la línea, lo hizo reaccionar. Se escurrieron unos segundos más de ese tiempo viscoso y multiforme. 
Finalmente recordó. Recordar le produjo una sensación de serenidad y calma. Una sensación de hogar. Certero y con voz firme respondió: “Sí, ya estoy acá. Podés salir.”
 
El sujeto al otro lado de la línea cuelga el teléfono. Se le eriza la piel al rememorar esa voz. Aún no se acostumbra a escuchar su propia voz responder a la llamada. Finalmente sale de su casa. Los primeros pasos son los más duros, nunca le resulta fácil salir. Debe proponérselo con más empeño cada vez. El comienzo de su caminar es dubitativo y con frecuencia lo asalta la tentación de volver a su refugio, a lo conocido.
 
*El autor del cuento es profesor en Ciencias de la Educación. Estuvo a cargo de los espacios de Filosofía de la Educación, Pedagogía y Sociología de la Educación en diferentes profesorados del instituto Provincial de Enseñanza Superior (IPES) "Florentino Ameghino" de la ciudad de Ushuaia
 
 
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