Celebrar el Día del Inmigrante, establecido por Decreto Nacional N° 21430 de 1949 instituyendo cada 4 de Septiembre como tal, no debe ser una simple conmemoración con palabras meramente protocolares o representativas del sentir que tenemos en estas latitudes para con quienes dejaron sus historias, sus vivencias, sus sentimientos, en pocas palabras, sus respectivos lugares, para habitar tierras que en algunos los verían formar generaciones enteras de nuevas familias.
Resulta notorio, sin embargo, que después de toda la historia repleta de historias de inmigrantes suelan repetirse latiguillos de nacionalismo, ser nacional y demás consignas xenófobas que no constituyen otra cosa que una negación del pasado de brazos abiertos y gentilidad hacia millones de personas que buscaban un futuro promisorio, expresado en la tan emblemática frase que encierra los desafíos de los inmigranes: “hacerse la América”.
Que hubo inmigrantes de toda calaña es una expresión que está de más, pues los inmigrantes son, antes que eso, personas. De allí que las consignas xenófobas que pretenden hacer de los inmigrantes los culpables de ciertos males que predominan en la coyuntura no es otra cosa que una extrema simplificación discursiva que busca echar culpas en “los otros” y no en “nosotros” los padecimientos que a diario observamos. Probablemente este sea un giro argumental para que la Constitución Nacional basada en el proyecto que Juan Bautista Alberdi plasmó en sus Bases y Punto de Partida para la Organización Política hable de “fomentar la inmigración europa” y no “fomentar la inmigración”, a secas. Producto de las doctrinas eugenésicas y de la influencia que ejercieran intelectuales como Herbert Spencer cuando hablaba de la supervivencia de los más aptos a nivel social en una traslación forzosa de la supervivencia de las especies que propugnara Charles Darwin hacia mediados del siglo XIX; intelectuales del Río de la Plata de la Generación del 37, como Domingo Faustino Sarmiento y el ya mencionado Alberdi consideraban que la inmigración a promover, fomentar, valorar y sostener, era la de Europa continental, muy especialmente del centro y norte, esto es, una inmigración netamente anglosajona, que se tenía como laboriosa y capaz de transmitir los valores y las conductas de la civilización a estas tierras gauchas poco afectas a la noción de progreso y civilización, como describiera Sarmiento en su Facundo, Civiilización y Barbarie, en un comparación tan explícita y clara de la diferenciación que encontraba entre la ciudad como símbolo de la primera y la campaña como expresión de la segunda.
Pero sin ánimo de agitar las pasiones, hoy podemos advertir que las nociones xenófobas adquieren nuevos bríos como resultado de la transformación de los procesos migratorios. Mientras hacia fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX la inmigración era predominantemente de italianos, españoles, rusos, árabes, judíos, y menor proporción del centro y este europeo; en la segunda mitad del siglo XX y en esta segunda década del XXI las personas que vienen a trabajar esta tierra y a formar y desarrollar su vida no son europeos, sino inmigrantes de los países limítrofes que buscan en los resabios del progreso vivido hasta entrados los años 60 una mejor calidad de vida y una esperanza renovada de ascenso social negado en sus países de origen por causas mayormente estructurales.
¿Qué tiene de negativa la inmigración latinoamericana en reemplazo de la mayoritaria corriente europea que caracterizó a la Argentina en la primera mitad del siglo pasado? Nada, en esencia. Los problemas sociales que pueden trasladar, como se especula en el imaginario popular, son los mismos problemas sociales que pueden provocar los mismos argentinos. Porque, como dijo Jorge Luís Borges, no existe algo más ficticio que las nacionalidades. ¿Qué sentido tiene que un pedazo de tierra se llame de una manera u otra cuando circulamos en una distancia? Precisamente, porque la cultura no es un concepto alambrado y el enriquecimiento proviene ni más ni menos que del intercambio con las personas que habitaron o habitan otros lares, la convivencia con ellos no es en absoluto negativa ni rechazable.
Una cosa es el amor y el cariño evidenciado en la cotidianidad de cada persona por el terruño en el que uno nació, se crió y vivió. Pero otra cosa, totalmente distinta, es que ese amor y ese cariño impliquen una apropiación del lugar y deriven en un rechazo de plano e irracional hacia quienes vienen a forjar su destino.