Por Natalia Jañez* El intento de magnicidio ocurrido la semana pasada sobre Cristina Fernández ha sido un hecho cuya profundidad ha calado con fuerza en la política argentina. Si es un evento que marcará un antes y un después de la política en nuestro país, es algo que más bien podremos evaluar sobre la marcha de las próximas semanas y meses, dependiendo de cómo reaccione la sociedad en general y la clase política en particular.
Sin embargo, más allá de su capacidad o no de reconfigurar el sistema político, lo cierto es que para nadie fue un hecho posible de aceptar: todo el arco político repudió lo sucedido como así también amplios sectores de la sociedad civil.
En este sentido, sorprendió y sorprende la actitud del gobierno nacional. Era ésta una gran oportunidad para una amplia convocatoria y para un profundo gesto democrático de la política a la sociedad. A diferencia de otros hechos, es justamente la gravedad que comporta la violencia política en una sociedad lo que no simplemente demandaba, sino que exigía a todo el arco político dar un amplio gesto de unidad. No de unidad en el sentido de anular las diferencias (no somos todos lo mismo), sino unidad de concepto, de valores y de principios sobre que la democracia no es un problema de “partes” sino que es responsabilidad de todos.
Si bien el atentado fue contra una dirigente en particular, la afectación es sobre todo el sistema político y sobre toda la sociedad. La relevancia de la figura elegida para el ataque nos indica que el problema no es de un partido, ni de una fuerza o de una coalición: es de todos. Por arriba y por abajo, dirigentes y ciudadanos; por izquierda y por derecha, oficialismo y oposiciones; por la militancia y por la sociedad, activistas y espectadores: nos involucra a todos sin excepción.
Es por esto que la respuesta gestual fue equivocada desde el principio. El presidente no debió convocar en la Casa Rosada a una asamblea kirchnerista, sino a una asamblea por la democracia donde estuvieran representadas todas las fuerzas políticas. Desde el momento en que Alberto Fernández insistentemente hizo de esto un problema de “partes”, no está yendo en la dirección correcta que la coyuntura demanda.
Hay solamente dos direcciones posibles ante esta situación: o se agrava el conflicto y lo que se garantiza es más violencia, o buscamos más democracia y lo que se garantiza es la república. En tanto y en cuanto la violencia es la suspensión de la política, ir en la dirección democrática significa hacer más y mejor política, no es bajo ningún punto de vista esquivar el conflicto, sino que es justamente el principio y el camino de su solución.
Hay una obsesión por la apropiación simbólica de lo público que hace del kirchnerismo un arte de la división social. Cuando se juntan la tradicional técnica peronista de señalar siempre a otros (pero nunca de reconocer los errores propios), con la ya no tan novedosa ansiedad del kirchnerismo de totalizar la esfera pública, lo que se obtiene es una garantía ilimitada para la grieta, pero bajo ningún punto de vista una dinámica de integración y de superación social del conflicto.
Sumemos a esto que la gestualidad del presidente ha sido sin excepción la del culto a la personalidad de “la líder”: Cristina Fernández. El oficialismo pretende sistemáticamente una dinámica de lealtad y no de deliberación democrática. Es como si Alberto Fernández nos propusiera vivir eternamente atascados en el 17 de octubre. Las sociedades complejas del siglo XXI no buscan mesianismos irracionales, sino liderazgos que sobre la base del diálogo garanticen un mínimo de normatividad y de previsión social.
Si al intento de magnicidio no lo entendemos como un problema social y desde el oficialismo se sigue insistiendo en peronizarlo, lo que estamos haciendo es ir en la dirección equivocada. Estamos ante un desafío profundamente de carácter sistémico, no de parte. Insistir en una respuesta acotada es dejar la herida abierta para que las pasiones se sigan descontrolando.
Es muy evidente la frustración del oficialismo al comprobarse que el atacante no poseía filiación macrista: es básicamente un don nadie, una persona común, casi un marginal. Alguien que ocasionalmente hace críticas por redes, pero que hasta donde sabemos no tiene ningún tipo de expresión militante. De ahí el gesto tan equivocado como forzado de la ideología K que intenta vincular al atacante con la oposición.
Lo que actuó como caldo de cultivo de este emergente, siempre condenable desde luego, es el estado de agitación permanente que generó el kirchnerismo luego de la acusación del fiscal Luciani con Cristina Fernández a la cabeza. Repetidas veces desde la oposición pedimos que se abandonara esta impronta y se buscaran el diálogo y la paz social.
Si todo el tiempo lo único que se hace es fomentar una y otra vez la bandera del conflicto interminable e indefinido, la resultante de violencia no es más que una obviedad. Necesitamos bajar los decibeles y generar espacios de diálogo donde oficialismo y oposición, donde todo el arco político, podamos sentarnos y dialogar sobre lo que ocurrió y sobre cómo renovamos el compromiso democrático que supimos asumir con Raúl Alfonsín allá por los 80’.
Insistir en categorías que por lo genéricas solo sirven para acusar según conveniencia (olvidando que de ambos lados hubo excesos de palabras), como el tan mentado “discurso del odio”, nos lleva a profundizar la grieta y a seguir generando un escenario que interpela a la irracionalidad de la violencia y la exaltación, y no a la deliberación democrática y a la apuesta institucional.
Más que insistir en el discurso del odio, necesitamos profundizar la convocatoria a la deliberación democrática. Más que acentuar las diferencias, necesitamos establecer lo definitivo de la democracia como una técnica de diálogo sobre un piso de pluralismo. Más que seguir en la vía del desconocimiento del otro, necesitamos construir un mundo de puentes republicanos que nos integren socialmente en la institucionalidad que nuestro país reclama hace décadas.
Pero por sobre todo, necesitamos como sociedad establecer de una vez y para siempre que el valor supremo de la vida humana es lo que organiza todas nuestras relaciones sociales.
*La autora de la nota es secretaria de la Mesa Ejecutiva de la UCR Nacional y presidente de la filial Tierra del Fuego del Instituto Moisés Lebensohn.