Juan Vicente Solá* El reciente libro de Edmund Phelps (Nobel de Economía 2006, muy amigo de la Argentina), Mass Flourishing, que podríamos traducir como “Florecimiento masivo. Cómo la innovación crea empleos, desafíos y cambio”, busca responder a una pregunta que atormenta a muchos argentinos: ¿por qué en ciertos lugares del mundo, y en ciertos momentos, ha habido un crecimiento sostenido de la actividad económica que incluye un aumento ilimitado de los salarios, expansión del empleo y una extensa satisfacción de las personas con sus trabajos?
La respuesta, señala Phelps, reside en el dinamismo económico y en la eliminación del corporativismo, que frena. El progreso personal supone aceptar desafíos, lograr la autoexpresión, asumir la experiencia de lo nuevo, nuevas visiones y nuevas ideas para desarrollar y compartir. De la misma manera, la prosperidad en las naciones proviene de la participación de las personas en los procesos de innovación; en la concepción, el desarrollo y la difusión de nuevos métodos y productos. Así, el dinamismo económico de la sociedad debe ser alimentado por instituciones y valores que favorezcan la innovación en ideas y productos. Las personas tienen el derecho a que sus proyectos de prosperidad -de autorrealización, en las palabras de John Rawls- se concreten y no se vean malgastados.
Pero frente a la búsqueda del dinamismo existe una doble resistencia: la de las estructuras corporativas y la de la tenaz oposición a la modernidad. Son los viejos modelos de la industrialización protegida, de las empresas subsidiadas y de los privilegios tributarios. La economía moderna dice en cambio que las ideas originales están basadas en las características únicas de cada persona, de su conocimiento, información y creatividad individual.
Independientemente de los descubrimientos científicos, los nuevos productos provienen del conocimiento difuso y no planeado en la sociedad. El dinamismo de la economía permite la innovación, el impulso de cambiar las cosas, el talento para lograrlo y la receptividad hacia la novedad; y al mismo tiempo, favorece las instituciones que permiten la innovación. Alienta la voluntad y la capacidad de innovar, superando las malas condiciones y los obstáculos. Eso hace posible el crecimiento del producto más allá del crecimiento del capital y de la fuerza de trabajo. Buscar el dinamismo económico es oponerse a la sociedad mercantilista cerrada y ordenada, e impone combatir la idea de la autarquía y el encierro económico.
Lo que caracteriza a una economía moderna son las ideas. Los “bienes y servicios” que se produzcan en ella son la corporización de ideas previas. La inversión en nuevas ideas y prácticas puede llevar a un aumento ilimitado de actividad en la elaboración de nuevos productos. Pero si los empresarios están concentrados en otras actividades, como la de obtener una regulación favorable para excluir a la competencia o para prohibir la importación de ciertos productos, o para obtener favores gubernamentales, la economía no será dinámica ni moderna. Será una economía corporativa, destinada al estancamiento.
El corporativismo es el bloqueo institucional al dinamismo y la modernización de la economía, ya que se trata de regular a través de una organización social concertada, donde grandes empresas, sindicatos centralizados y el gobierno buscan organizar al conjunto. Una sociedad planificada y estructurada impide el desarrollo de la innovación. Por el contrario, insiste en la subsistencia de las mismas empresas y en la estabilidad de las relaciones laborales. Impide que aparezcan nuevas ideas, nuevos productos y procesos, y nuevas empresas que crearán mayor riqueza y mejor empleo. Esto supone el retorno a la economía mercantilista anterior a la modernidad, cuyo abandono en el siglo XIX permitió el extraordinario crecimiento económico posterior. Este capitalismo de elites que buscan consolidar su permanencia a través de la regulación económica lleva al estancamiento y termina con la esperanza de los ciudadanos de desarrollar todas sus potencialidades. La economía moderna es un vasto imaginario, un espacio para imaginar nuevos productos y métodos; de esta manera, atrae hacia la actividad recursos humanos que no son utilizados en economías premodernas o corporativistas.
Se trata de un esfuerzo de creatividad y de perspicacia, de una intuición inexplicable que permite la concepción de nuevos productos; tal el caso de Steve Jobs, que buscó algo diferente y desarrolló productos que cambiaron la manera de vivir de las personas. Es lo que Hayek llamaba el “conocimiento disperso”, demasiado complejo para ser previsto o planificado por burócratas. Esto supone la existencia de personas motivadas, impulsadas a la innovación. A veces se trata simplemente de utilizar el conocimiento ya existente, pero en nuevas circunstancias, como fue el caso de Henry Ford, que aplicó técnicas de fabricación en línea a los automóviles y los hizo accesibles para millones. Como señalaron Keynes y Hayek, las nuevas ideas son impredecibles y tienen una gran influencia en la historia. Las ideas exitosas inspirarán otras innovaciones, en un círculo virtuoso.
Por eso, es necesario reducir la niebla de la regulación corporativista que bloquea los cambios, imponer la responsabilidad fiscal y asegurar que no se castigue al innovador. Pero, sobre todo, es imprescindible cambiar la cultura, para que se reconozca y premie al espíritu dinámico que concibe, experimenta y explora a través de toda la actividad económica. El futuro de nuestra sociedad depende de esto.
*El Dr. Juan Vicente Sola integra el Consejo Académico de Libertad y Progreso. Es Doctor en Derecho y Doctor en Economía. Es Director de la Maestría de Derecho y Economía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Es miembro de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y es Director del Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la misma Academia Nacional. Es autor de numerosos ensayos y libros entre los que se encuentran Constitución y economía y Control judical de constitucionalidad. Este artículo fue publicado originalmente en el matutino porteño La Nación el 6 de agosto de 2014.