Luis Alberto Romero, para La Nación
¿Qué lugar ocupa el kirchnerismo en la historia argentina? En muchas cosas, parece una repetición del peronismo de 1946, pero la similitud es sólo superficial. Más allá del código genético común, el país ha cambiado mucho. El de entonces era vital y conflictivo. El de hoy es exangüe, sumiso y explotado. La brecha que los separa se encuentra en la década del 70, en su turbulento comienzo y en su terrible final. Desde entonces, la Argentina se desangra en una larga crisis, y el kirchnerismo se ubica en su tramo más reciente.
Hasta los años 70, la Argentina supo tener un Estado potente, capaz de ejecutar y sostener proyectos como el de la enseñanza pública. Tuvo una sociedad móvil, integrada y democrática, y una economía medianamente eficiente, capaz de dar empleo y razonables posibilidades de mejorar a casi todos. También fue una sociedad áspera y conflictiva, especialmente en los momentos de rápida democratización, como en 1945. Tuvo además corporaciones organizadas, que asediaron de manera creciente al Estado. Cada una obtuvo sus franquicias y privilegios, y todas juntas lo colonizaron y debilitaron. En ese punto se articula el inicio de la larga crisis argentina. Al comienzo de los años 70, el Estado fue desbordado por una sociedad movilizada y militante. Perón fracasó en su último intento de contenerla -el Pacto Social-, y los militares ofrecieron su receta para cortar de cuajo la crisis, con una aquiescencia lamentablemente grande. El terrorismo estatal clandestino se dirigió contra las organizaciones armadas, pero, sobre todo, contra los voceros de una sociedad politizada y demandante.
También fue emblemática del régimen militar la consigna del ministro José Alfredo Martínez de Hoz: "Achicar el Estado es agrandar la nación". Podría entenderse que se trataba de reducir el crecimiento parasitario generado por los gobiernos populistas anteriores. No fue eso, sino algo mucho peor.
Desde los años 70, la Argentina recorre un camino decadente. No fue lineal: en su decurso hubo rupturas catastróficas, como en 1989 o 2001, e inicios esperanzadores, con la democracia de 1983 o con la prosperidad en este siglo. En esta historia compleja y quebrada, hay un "hilo rojo" que marca la continuidad: la decadencia del Estado. Desde 1976 y hasta hoy mismo, su erosión y destrucción ha sido sostenida y sistemática. Cada gobierno usó argumentos diferentes y contradictorios, pero tras las diferencias es posible seguir el rastro de un largo y sistemático desmonte del aparato estatal, su legalidad y su legitimidad. Cada uno a su manera destruyó agencias estatales y paralizó organismos de control. La "emergencia permanente", fruto de las crisis de 1989 y 2001, corroyó las rutinas burocráticas y dio patente a la arbitrariedad. La inflación y la penuria fiscal, impulsadas por el fuerte endeudamiento externo, se resolvieron a costa de los grandes servicios estatales, como la educación y la salud.
Sobre todo, el Estado se hizo mucho más permeable a la acción de los saqueadores y depredadores. Antes de 1976, las grandes corporaciones -empresariales, sindicales, militares- operaban de manera más institucional. Desde los setenta, el expolio estatal se concentró en grupos más pequeños, casi personales, no sólo tolerados, sino promovidos por los gobernantes: la "patria financiera", la "contratista", la "privatizadora" fueron sus nombres populares. Ellos sorbieron recursos del Estado y de la sociedad toda.
Esa succión de recursos es una de las razones del empobrecimiento y la polarización social. Pero lo más importante fue el giro, iniciado en 1976 y completado en los noventa, de una economía cerrada -posiblemente ya agotada- a una economía abierta. Fue un giro brusco, imprevisto y sin redes de contención. Inicialmente se conocieron sus fuertes efectos devastadores, como la desocupación, antes de que aparecieran algunas alternativas nuevas. Hoy un tercio de los argentinos es pobre, y conforma un mundo de la pobreza estable y denso, desconocido antes de los setenta. La antigua sociedad continua y móvil se convirtió en otra, segmentada y escindida.
Hubo dos momentos en que se vislumbró un cambio de rumbo, una reversión de la decadencia. El primero fue político: la construcción democrática de 1983. Una gran mayoría emprendió entonces con gran optimismo el camino de la democracia republicana, el Estado de Derecho, el pluralismo y los derechos humanos. Treinta años después, quienes permanecen en la lucha están librando un combate de retaguardia, para salvar lo mínimo de esa idea. Aquella democracia fue reemplazada por otra, autoritaria, antirrepublicana, y desdeñosa de la ley y del pluralismo. Una democracia de jefatura y de mayoría, que ha encontrado una manera de aprovechar los frutos más amargos de la Argentina en crisis. La presidencia utiliza los recursos de un Estado desarmado y sin controles para construirse una sólida base de poder. También se aprovecha del mundo de la pobreza, para hacerlo producir los sufragios necesarios. Poco queda de la democracia de 1983. Apenas un Poder Judicial de solidez dudosa y unos partidos políticos que no logran afirmarse en una sociedad en la que cada vez hay menos ciudadanos.
Luego de 2001 hubo un segundo momento de esperanza. Después de tres décadas signadas por el endeudamiento y la penuria financiera, el boom de las exportaciones trajo una sorpresiva abundancia en el mercado y en el fisco. Una gestión eficaz -la de Roberto Lavagna- supo salir de la crisis, renegociar la deuda externa y dejar consolidados los dos superávits básicos de la economía: el fiscal y el de la balanza de pagos. La Argentina parecía poder salir del largo ahogo económico y comenzar a reconstruir lo destruido.
Aquí llegaron Néstor Kirchner y su esposa, para volver a hundir al país en la normalidad de la larga crisis. Bajo su conducción, la democracia extremó el camino decisionista iniciado por Menem. Se le agregó un componente unanimista y excluyente, de raigambre peronista y consignas de los setenta. El decisionismo se tradujo en políticas coyunturales, arbitrarias y cambiantes. Muchos empresarios lograron grandes beneficios a corto plazo, pero hubo poca inversión y mucha huida de capitales. El regalo de la soja apenas se tradujo en una reactivación interna de escaso sustento.
Hoy sabemos que ese estilo de decisiones era parte de un grosero proyecto de acumulación de recursos en manos del reducido grupo gobernante. Surgió una nueva "patria", la "kirchnerista", o quizá la "patria Santa Cruz", en la que se testeó el modelo, integrada apenas por dos personas y una docena de socios. En sus propios dichos, acumular dinero y acumular poder eran dos caras de lo mismo.
Los grandes rasgos de la Argentina de la larga crisis confluyen en este modelo de gobierno. Un Estado desarticulado en su estructura legal e instrumental, que ha sido copado por un grupo político. Un uso de las herramientas del Estado para hacer negocios particulares, que unen el dolo con la destrucción sistemática de todo aquello alcanzado por su larga mano, como es el caso del transporte público. Un estilo de gobierno de base democrática, pero radicalmente antirrepublicano, cuyo horizonte es la dictadura personal. Finalmente, un mundo de la pobreza que ha recibido migajas del festín, y sobre el que se ha instalado un aparato político sólido e íntimo, que llega hasta sus últimos intersticios.
El kirchnerismo expresa hoy la fase superior de la larga crisis argentina. Es tan duro y resistente como la crisis misma. No será fácil revertir todo esto, pero hay una posibilidad. La Argentina es manejada por un grupo poderoso y débil a la vez, pues su fuerza, ciertamente fundada en los votos, reside en el control férreo del poder político por una sola mano. Su primera línea de defensa es a la vez la última. Cambiar el rumbo de la larga crisis argentina es una tarea prolongada y compleja. Pero constituir en 2015 un gobierno que inicie ese camino está en el orden de lo posible.