Este 2019 nos encuentra a los argentinos con 36 años de democracia, la octava elección presidencial desde 1983 y desafíos más o menos nuevos. Probablemente el mayor logro en estos comicios sea el poder observar a dos fórmulas presidenciales competitivas, una de las cuales es no peronista y busca la reelección. Considerando los antecedentes recientes de Fernando De La Rúa de 2001 y Raúl Alfonsín en 1989, poder ver un gobierno no peronista finalizar su mandato implica asistir a un acontecimiento que nunca habíamos visto los argentinos. La presencia de opiniones radicalizadas y extremistas respecto del eventual derrocamiento (no por las armas sino por los levantamientos populares) representa una porción bastante ínfima del espectro político aunque no faltaron quienes vaticinaron y hasta bromearon con semejante posibilidad cuando decían que el gobierno de Mauricio Macri era como la "semana santa", porque no sabían si caía en marzo o en abril. En un país en el que la democracia fue el resultado de miles de muertos, desaparecidos, bebes robados que aún no conocen sus identidades y vastos atropellos a las libertades, la integridad y la vida de las personas, es como mínimo un chiste de mal gusto tal comparación de parte de quienes debieran mantener un nivel de discreción en torno a los valores democráticos y de plena vigencia de las instituciones.
Si en 1983, Alfonsín sostenía que con la democracia "se come, se cura y se educa", en pleno siglo XXI las dudas en torno a tales aspiraciones se disipan y se materializan porque se demostró que no se podía tanto con la democracia. Pero sin dudas la vigencia del Estado de Derecho es un pilar que no puede ser obstruído si pretendemos fortalecer las funciones sociales del Estado. La reforma constitucional de 1994, de la que en este año se cumplieron 25 años, representó la ocasión para avanzar en lo que el viejo líder radical llamó "Estado Social de Derecho", que se encontró con un obstáculo primordial: Carlos Menem buscaba la reforma para habilitar la reelección presidencial que finalmente obtuvo en 1995, aunque el Núcleo de Coincidencias Básicas permitió avanzar en ese ideal social con justicia procedimental creando un Consejo de la Magistratura o incorporando al plexo legal distintas convenciones y tratados que en materia de derechos humanos habían concitado la atención de la Argentina adhiriendo a normativas que hoy son citadas por demandantes de diverso tipo y alcance. La justicia, pese a los avances logrados, es uno de esos desafíos. Mientras sea una idea inalcanzable para muchos ciudadanos, la justicia seguirá siendo esa serpiente que muerde sólo a los que están descalzos, no pudiendo hacer nada contra quienes están bien protegidos.
La discusión en torno al federalismo no se puede obviar porque si de algo sirve la descentralización del poder es en lo atinente a generar un efectivo sistema de pesos y contrapesos. Pero la historia nos muestra que no siempre el federalismo es la mejor herramienta. Si bien en lo formal el federalismo es un concepto que se encuentra aplicado y vigente en distintas formas (con provincias, municipios, funciones distribuidas concurrentes entre los distintos niveles del Estado) muchas veces dicho concepto requiere de algo bastante más mundano para su efectiva vigencia: el dinero. Sin recursos bien distribuidos y con criterios transparentes, equitativos y librados de posibles discrecionalidades, el federalismo no es mucho más que una realidad formal sin demasiados reflejos para los habitantes. Las discusiones entre los años del kirchnerismo y los del macrismo en relación a cuándo las provincias estuvieron más presas de transferencias de la Nación o no o cuándo aumentaron más o menos los giros automáticos, son discusiones que a veces aburren al ciudadano de a pie que se levanta a la mañana, se va a trabajar a media mañana para volver a la tarde y compartir un rato con sus hijos… Si es que efectivamente, por ejemplo, tiene trabajo.
Una democracia que se queda meciéndose tranquilamente en un sofá mientras poco y nada se preocupa por el devenir socioeconómico de sus habitantes, tiene una legitimidad potencialmente deslegitimada. Es ahí cuando la aspiración máxima de Alfonsín cobra sentido. Con la democracia se debe querer comer, curar y educar. Y para eso se necesita un Estado que preste especial observación a la resolución de los conflictos bajo criterios que tengan en cuenta las particularidades del momento y del lugar. Una Argentina que reivindique la democracia como el sistema en el cual los argentinos elegimos someternos en 1983 requiere de una construcción constante y permanente. La justicia, el federalismo, las inequidades y desigualdades, son partes inescindibles que debemos comenzar a abordar de un modo integral. Como irónicamente dijera Winston Churchill, "la democracia es el peor sistema con excepción de los demás". O aprendemos a avanzar en una mejor convivencia que nos contemple a todos o los descontentos nos irán contemplando para sus planes.