El 22 de agosto de 1994, el país vivió una situación histórica que veinte años después no puede pasar desapercibida. Aquel día, por primera vez desde 1853, representantes de las veintitrés provincias y la Capital, que a su vez formaban parte de distintos partidos políticos, votaron una reforma constitucional que se debatió y elaboró sin proscripciones, conflictos ni violencia.
Hasta entonces, siempre que se sancionaba una Constitución Nacional, una parte sustantiva de la sociedad no estaba representada y las reformas estaban teñidas de conflicto y enfrentamiento.
La Constitución de 1994 fue además de avanzada en varios sentidos, incorporó nuevos derechos: el derecho a vivir en un medio ambiente sano, a interponer medidas cautelares para preservar garantías, derechos de consumidores y usuarios para proteger al ciudadano, el reconocimiento de la preexistencia étnica de los pueblos originarios y la posesión comunitaria de sus tierras, y la incorporación de tratados internacionales de Derechos Humanos con rango constitucional.
A su vez, esa Constitución, sancionada apenas once años después del fin de la última dictadura, interpuso cláusulas explícitas para la defensa de la continuidad democrática, incluyó el enriquecimiento ilícito como un atentado contra el sistema democrático, y señaló la causa de Malvinas como un objetivo permanente e irrenunciable para el pueblo argentino.
Además, los constituyentes se encargaron de incorporar figuras de control para hacer más transparente y equilibrada la administración del Estado, allí emergieron con rango constitucional, la Auditoría General de la Nación, el Consejo de la Magistratura y la Defensoría del Pueblo.
Veinte años después, la pregunta obligada es: si esta Constitución surgió del acuerdo, si extendió derechos, fortaleció la democracia y respaldó el equilibrio republicano, ¿Por qué no se materializó este importante paso adelante en la vida cotidiana de la Nación?
La respuesta políticamente correcta podría girar en torno a adaptaciones y procesos que requieren tiempo. Mi conclusión es que esta Constitución, más allá de su aplicación formal, requiere de gobernantes con una cultura política que subordine los intereses del gobierno a los derechos de los argentinos.
Tres ejemplos bastan para ello.
Primero, hace veinte años, en 1994, el presidente Carlos Menem propuso como Juez de la Nación a Norberto Oyarbide. Pocos años después, este juez fue sometido a juicio político en el Senado de la Nación por sucesivas acciones contrarias a su deber pero fue protegido por la mayoría automática del Partido Justicialista. En los últimos años, Oyarbide acumuló más de cuarenta pedidos de juicio político que duermen en escritorios del Consejo de la Magistratura por decisión del bloque oficialista, que cuenta con la capacidad de bloquear los pedidos de enjuiciamiento.
Segundo, meses antes de la tragedia de Once, la Auditoría General de la Nación alertó al Poder Ejecutivo Nacional de innumerables incumplimientos por parte de la empresa concesionaria del Tren Sarmiento y del potencial peligro que ello implicaba para los miles de argentinos que viajan diariamente en esas formaciones. En febrero de 2012, más de cincuenta argentinos perdieron la vida en un accidente evitable, donde la principal causa fue el descontrol y la desidia del Gobierno y el concesionario.
Tercero, en los últimos meses el vicepresidente de la Nación ha roto sus propios records: hace unos meses fue el primer vicepresidente en funciones en ser indagado por un juez, semanas después el primero en ser procesado, hace unos días el primero en tener un doble procesamiento y probablemente, antes de fin de año, sea el primero en tener tres procesamientos por distintas causas penales.
Tenemos una Constitución de lujo y se lo debemos a los constituyentes de 1994 que aprobaron un texto moderno, democrático y republicano, pero la mejor ley requiere de buenos gobernantes.
Argentina tiene en la Constitución de 1994 una hoja de ruta para avanzar hacia EL FUTURO con tres premisas escritas: una sociedad de iguales en los derechos y las obligaciones, un Estado democrático y una República equilibrada.
Tenemos los recursos materiales para desarrollarnos: un complejo agroindustrial de excelencia, yacimientos hidrocarburíferos y de litio extensos y una cultura emprendedora que luce en todo el mundo. Contamos con los instrumentos legales: una Constitución moderna y equilibrada para guiar al Estado y la sociedad. Solo resta tomar la decisión, los recursos y las normas requieren de Gobiernos transparentes y confiables, si los argentinos decidimos en las urnas salir de veinte años de decadencia, tenemos con qué construir veinte años de progreso.
Ernesto Sanz.
Presidente del Comité Nacional.
Unión Cívica Radical.