El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es el órgano de esa organización que tiene la responsabilidad primordial de mantener la paz y seguridad internacionales. Actúa en nombre de todos los Estados miembros.
En caso de amenazas a la paz o de quebrantamiento de la paz o ante actos de agresión, el Consejo de Seguridad puede establecer sanciones económicas y hasta decidir recurrir al uso de la fuerza. En estos últimos casos, sus decisiones son directamente obligatorias para todos los Estados miembros, conforme al Capítulo VII de la Carta. Es entonces el eje central -o el corazón mismo- del sistema de seguridad colectiva que fuera estructurado por la comunidad internacional a la salida de la Segunda Guerra Mundial. De allí su enorme importancia y gravitación.
Cada miembro del Consejo de Seguridad tiene un voto. No obstante, para decidir las cuestiones de fondo se requiere el voto afirmativo de por lo menos nueve miembros del Consejo, aunque incluyendo siempre en ese número a los votos de todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Esta es la forma en la que la Carta expresa el derecho al "veto" que tienen los miembros permanentes: China, Francia, los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Federación Rusa.
El derecho a vetar es, entre otras cosas, una manera de paralizar o de frustrar la acción del Consejo de Seguridad en casos concretos; de restringirle la agenda, entonces. En otras palabras, de excluirlo de algunas crisis o cuestiones en particular. Por eso, es una manera de limitar su efectividad real.
Lo que hoy sucede con relación a la terrible guerra civil facciosa siria (donde China y Rusia amenazan con vetar cualquier intervención del Consejo de Seguridad) muestra a las claras cómo el mecanismo de seguridad colectiva de la comunidad internacional puede, en algún caso, quedar absolutamente de lado. Paralizado. Con todas las consecuencias trágicas, en términos de costo en vidas humanas y daños que son obvias.
Desde hace décadas, desde distintos rincones de la comunidad internacional han aparecido propuestas que procuran modificar, de distintas maneras, la estructura y los procedimientos del Consejo de Seguridad, incluyendo entre ellas distintas alternativas para dejar sin efecto -o limitar- el derecho de veto de los miembros permanentes.
La conversación en esta materia está, sin embargo, prácticamente paralizada y, en general, ya nadie espera progresos en el corto plazo. Hasta países como Brasil o la India, que procuraran abiertamente al menos el privilegio del derecho de veto, han bajado el tono de sus pretensiones. Es más, su nivel de insistencia es hoy casi retórico.
En rigor, aunque de pronto hubiera acuerdo a nivel de gobiernos acerca de la posibilidad de hacer reformas al Consejo de Seguridad, efectivizarlas es una tarea ciclópea. Extremadamente lenta y compleja.
Porque para reformar la Carta de las Naciones Unidas se necesitan, de inicio, las voluntades de las dos terceras partes de los miembros de la Asamblea General, ratificadas luego por los procedimientos constitucionales respectivos de cada Estado miembro, incluyendo a todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Esto es, el Congreso norteamericano, la Duma rusa, y los Parlamentos de China, Francia y Gran Bretaña. Nada simple.
Es cierto, hasta ahora las propuestas de reforma del Consejo de Seguridad han sido de todo tipo. Aumentar el número de miembros permanentes o el de los no permanentes, rotar algunas bancas, etcétera. Pero hay una idea que sería fatal para el Consejo de Seguridad: la de actuar por consenso, lo que supone conferir a todos los miembros del ente, en los hechos, el derecho de veto.Cualquier miembro que, por el motivo que fuera (incluyendo conveniencias propias), no se sumara al consenso paralizaría al órgano. Frustraría así sus posibilidades. Lo que transformaría al Consejo de Seguridad en una suerte de eunuco ineficaz en el sistema de seguridad colectiva internacional, debilitado en extremo. Con consecuencias gravísimas, por cierto.
Por otra parte, también es cierto que el propio Consejo de Seguridad sabe bien lo que supone tener que operar por consenso. Ocurre que todos sus comités de sanciones funcionan con esa regla. Por esto, con alguna frecuencia, se empantanan en la ineficacia. Recuerdo bien como -al tiempo de presidir el comité de sanciones para la ex Yugoslavia- uno de sus miembros impidió sistemáticamente la toma de cualquier tipo de decisiones (aun de aquellas claramente inocuas) por razones de contenido faccioso. Lamentablemente, ello transformó al referido organismo en un instrumento estéril y evidenció las tremendas limitaciones de ese mecanismo de toma de decisiones, muy poco apto para las cuestiones que tienen que ver con el mantenimiento de la paz, en las que la vida o la muerte de seres humanos está habitualmente en juego.
Por esto la propuesta argentina reciente, formulada por nuestra Presidenta en Nueva York, de adoptar -para el Consejo de Seguridad- las "reglas" de la Celac o de Unasur, esto es, actuar por consenso, no tiene, en mi opinión, la menor posibilidad de entusiasmar a la comunidad internacional que, pese a las limitaciones, aún confía en que, al menos en algunos supuestos, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas puede y debe jugar un rol decisivo y legitimante en materia de paz y seguridad internacionales.
Para que quede claro, la reciente propuesta argentina significaría -hoy- concederle derecho de veto -entre otros- a Pakistán, Ruanda, Togo, Azberbaiján y a la propia Argentina, lo que es difícil que sea aceptado por la comunidad internacional. Sino imposible.
Debilitarlo aún más, al adoptar la regla del consenso, sería un craso error, en el que muy pocos, previsiblemente, nos acompañarían.
Emilio Cárdenas, para el diario La Nación (Buenos Aires), viernes 23 de agosto de 2013